Estuve unos días en Amsterdam y pude contemplar este cuadro en el Rijksmuseum. Pocas veces ocurre que, a esa maravilla a la que nos transporta el cuadro, podamos añadir otra literaria. Y me gustaría compartirla aquí:
"Mi madre era lechera. Tiraba de un
carrito con dos grandes jarras de zinc. La leche que repartía era la de
las vacas de mi abuelo Manuel, de Corpo Santo, a una docena de
kilómetros de la ciudad. Este abuelo mío, cuando era joven, tuvo un día
en la mano la pluma de escribir del párroco y dijo: « ¡Qué letra más
bonita tendría si supiese escribir! ». Y aprendió a hacerlo con una
hermosa letra de formas vegetales. Por encargo de las familias, hizo
cientos de cartas a emigrantes. En su escritorio vi por vez primera, en
postal, la Estatua de la Libertad, las Cataratas del Iguazú y un jinete
gaucho por la Pampa. Nosotros vivíamos en el barrio de Monte Alto de
Coruña, en un bajo de la calle de Santo Tomás, tan bajo que había
cucarachas que se refugiaban en las baldosas movidas. A veces jugaba
contra ellas, situándolas en el ejército enemigo. Yo conocía el miedo,
pero no el terror. Voy a contarles cómo entré en contacto con el terror.
Mi madre La lechera se va con su carrito y sus jarras de zinc. Estoy
jugando con mi hermana María. De repente, escuchamos estallidos y un
gran alboroto en la calle. Nos asomamos a la ventana del bajo para ver
qué pasa. Pegados al cristal, descubrimos el terror. El terror viene
hacia nosotros. Mi madre nos encontró abrazados y llorando en el baño.
El terror era el Rey Cabezudo.
En 1960 yo tengo tres años. Por la tarde, escucho los cánticos de
los presos en el patio de la cárcel. Por la noche, los destellos de la
Torre de Hércules giran como aspas cósmicas sobre la cabecera de la
cama. La luz del faro es un detalle importante para mí: mi padre está al
otro lado del mar, en un sitio que llaman La Guaira.
Tengo tres años. Lo recuerdo todo muy bien. Mejor que lo que ha
ocurrido hoy, antes de comenzar esta historia. Incluso recuerdo lo que
los otros aseguran que no sucedió. Por ejemplo. Mi padrino, no sé cómo
lo ha conseguido, trae un pavo para la fiesta de Navidad. La víspera, el
animal huye hacia el monte de la Torre de Hércules. Todos los vecinos
lo persiguen. Cuando están a punto de pillarlo, el pavo echa a volar de
una forma imposible y se pierde en el mar como un ganso salvaje. Ésa fue
una de las cosas que yo vi y no sucedieron.
En 1992 fui a Amsterdam por vez primera. Aquel viaje tan deseado era
para mí una especie de peregrinación. Estaba ansioso por ver "Los comedores de patatas"
.
Ante aquel cuadro de misterioso fervor, el más hondamente religioso de
cuantos he visto, la verdadera representación de la Sagrada Familia,
reprimí el impulso de arrodillarme. Tuve miedo de llamar la atención
como un turista excéntrico, de esos que pasean por una catedral con
gafas de sol y pantalón bermudas. En castellano hay dos palabras: hervor
y fervor. En gallego sólo hay una: fervor. La luz del hervor de la
fuente de patatas asciende hacia la tenue lámpara e ilumina los rostros
de la familia campesina que miran con fervor el sagrado alimento, el
humilde fruto de la tierra. También fui al Rijksmuseum y allí encontré La lechera de Vermeer.
El embrujo de La lechera, pintado en 1660, radica en la luz.
Expertos y críticos han escrito textos muy sugerentes sobre la
naturaleza de esa luminosidad, pero la última conclusión es siempre un
interrogante. Es lo que llaman el misterio de Vermeer. Antes de ir a
parar al Rijksmuseum, tuvo varios propietarios. En 1798 fue vendido por
un tal Jan Jacob a un tal J. Spaan por un precio de 1.500 florines. En
el inventario se hace la siguiente observación: «La luz, entrando por
una ventana en el lateral, da una impresión milagrosamente natural».
Ante esa pintura, yo tengo tres años. Conozco a aquella mujer. Sé la respuesta al enigma de la luz.
Hace siglos, madre, en Delft, ¿recuerdas?,
tú vertías la jarra en casa de Johannes
Vermeer, el pintor, el marido de Catharina Bolnes,
hija de la señora María Thins, aquella estirada,
que tenía otro hijo medio loco,
Willem, si mal no recuerdo,
el que deshonró a la pobre Mary Gerrits,
la criada que ahora abre la puerta
para que entres tú, madre,
y te acerques a la mesa del rincón
y con la jarra derrames mariposas de luz
que el ganado de los tuyos apacentó
en los verdes y sombríos tapices de Delft.
La misma que yo soñé en el Rijksmuseum,
Johannes Vermeer encalará con leche
esas paredes, el latón, el cesto, el pan,
tus brazos,
aunque en la ficción del cuadro
la fuente luminosa es la ventana.
La luz de Vermeer, ese enigma de siglos,
esa claridad inefable sacudida de las manos de Dios,
leche por ti ordeñada en el establo oscuro,
a la hora de los murciélagos.
Cuando le di a leer el poema a mi
madre, ni siquiera pestañeó. Me sentí inseguro. Aunque hablaba de la
luz, quizá era demasiado oscuro. Fui a un estante y cogí un libro sobre
Vermeer, el de John Michael Montias
,
en el que venía una reproducción de La lechera. Esta vez, mi madre
pareció impresionada. Miró la estampa durante mucho tiempo sin hablar.
Después guardó el poema y se fue.
Días más tarde, mi madre volvió de visita a nuestra casa. Traía,
como acostumbra, huevos de sus gallinas, y patatas, cebollas y lechugas
de su huerta. Ella siempre dice: «Vayas donde vayas, lleva algo». Antes
de despedirse, dijo: «He traído también una cosa para ti». Abrió el
bolso y sacó un papel blanco doblado como un pañuelo de encaje. El papel
envolvía una foto. Mi madre explicó que había ido de casa en casa de
sus hermanas para poder recuperarla.
La foto era de soltera. Anterior a 1960 pero muy posterior, desde
luego, a 1660. Mi madre no recuerda quién fue el fotógrafo. Sí recuerda
la casa, la dueña de mal carácter, el hijo medio loco y la criada que
abría la puerta. Era una chica muy guapa, de cerca de Culleredo. «Un día
fui y me abrió otra. A ella la habían despedido, pero yo nunca supe el
porqué.» En su mirada había una pregunta: «¿Y tú cómo supiste lo de la
pobre Mary?». Luego sentenció: «Tras los pobres anda siempre la
guadaña».
Por el contrario, mi madre no le daba ninguna importancia a que la
mujer del cuadro y la de la foto se pareciesen tanto como dos gotas de
leche.
MANUEL RIVAS, relato de su libro "¿Qué me quieres, amor?" (Editorial Alfaguara)
El cuadro lo vi junto a mi hermano, quien hace años me enseñó este texto y me acercó a Manuel Rivas. Lo único que está en movimiento en el cuadro es la leche vertiéndose... así, como vamos tejiendo el hilo que nos dibuja, a pesar de todas nuestras dudas.